15.1.08

Quosque tandem, Catilina, abutere patientia nostra?

Hubo una época en la que el estudio de las ciencias jurídicas implicaba un conocimiento exhaustivo de las raíces del mismo, clavadas en lo más profundo de la herencia romana de la propia sociedad. Por ello, los alumnos, empecinados como estaban en pertenecer a lo más granado del universo intelectual, exprimían los libros, trabajos y ensayos existentes en, por entonces, la pequeña y limitada biblioteca de la facultad de Derecho. Entre laticismos (cómo los echo de menos!), historia de emperadores, republicanos y filósofos y demás anécdotas grabadas en piedra, surgió la esperanza de aquellos que, como yo, preferimos una enseñanza totalmente práctica al mero aprendizaje gallináceo, que diría alguno. En efecto, la luz se hizo, como ya llevaba vigente algunos años y en el ocaso de su existencia (la burocracia puede con todo, desgraciadamente), conseguí meter el pie en aquel último curso de seminario basado en dos humildes personajes. Cayo y Ticio; quién os iba a decir que después de tantos años vuestros nombres perdidos en algún pergamino mohoso cobrarían de nuevo fuerza en las mentes postpúbiles de una masiva clase de Derecho Romano. Con cuánta sencillez nos enseñábais las dificultades de la propiedad, de la servidumbre, del derecho privado y también público. Hicieron mucho más esos trabajos que las interminables charlas sobre el deber y las doce tablas por parte de una profesora con el pelo graso. Así fue como este hombre, que hoy se reúne con sus amadísimos ejemplos, se ganó un lugar en el corazón de todos los que, como yo, superamos la asignatura de Derecho Romano siendo conscientes de que verdaderamente es útil.

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