30.4.10

La puesta en libertad se aplaza

Hoy, hoy era el dia. Pero no ha podido ser.






En la lista faltan M. y L.,
buenos amigos, aunque me
haya costado años darme cuenta.



23.4.10

El Pacífico

Le di un beso a mi esposa y cogi la pequeña maleta que me acompañaría en las próximas horas. Pasé los controles y dejé atrás el sitio reservado a esas despedidas tan alegres y a la vez tan tristes que siempre ocupan los pasillos de un aeropuerto en las puertas de embarque. Tiré un beso más a aquella mujer que siempre había estado a mi lado, aún en los momentos en los que bien merecía estar tirado y abandonado, sabiendo que nadie me reclamaría ni se preocuparía. Pero jamás lo hizo. Sus razones tendría. Ahora ambos éramos demasiado mayores como para embarcarnos en una conversación llena de preguntas filosóficas y profundas. La rutina del matrimonio había vedado el terreno de lo profundo, de la sinceridad y la honestidad brutales, de las palabras tranquilas que desahogan. Todo se resumía en una tolerancia mutua exteriorizada por un dejar hacer constante sin oposición.
Así pues, nervioso, esperé en la puerta de embarque, con mi maleta en la mano y el billete arrugado en un bolsillo de mis pantalones nuevos. Repasé mi equipaje mentalmente convencido de que poco importaba lo que llevase. El pelo corto dejaba ver la cicatriz que meses atrás había abierto una brecha bastante profunda. Aquella operación significó la vida, poder sentir de nuevo la emoción de esos inalcanzables ya veinte años. Y los sueños, las esperanzas, las emociones. El hecho de que me confirmasen mi recuperación fue como eco en mi interior que apenas podía alcanzar los decibelios de mi conciencia gritando que había llegado la hora. Aquel mismo día compré el billete. Destino: California. Iba en busca de mi reina de Venice. Poco importaba lo que me habían contado los que ya habían pisado aquellas playas. Yo quería verlo, yo quería opinar. Quería ver el Pacífico, bañarme, empaparme de todo aquello y subirme a una tabla de surf. Quería hacerlo antes de que la cicatriz se empeñase en molestar de nuevo y hacer que todos esos sentimientos escaparan de mí. Esta vez, yo mismo la cosería.
Antes de darme cuenta ya estaba en el avión, despegando, con esa extraña sensación de vacío en el estómago, como si todo quedase en el aeropuerto e iniciase un viaje totalmente liberado de todo aquello que había vivido. A mi alrededor, gente de vacaciones, jóvenes y mayores, que dormitaban o se enfrascaban en alguna lectura ligera. Cómo podían estar tan tranquilos? Apenas podía apartar la vista de la ventanilla esperando a ver la otra orilla. Eran muchas horas de vuelo pero lo soportaría. Ya lo había visto muchas veces en sueños, pero ahora podría ver el camino despierto.
La llegada al aeropuerto hizo que mi estómago se llenase. Volvieron algunos recuerdos de lo dejado atrás, de lo vivido y lo matado. Sobre todo de lo que murió aquel día entre sueños de anestesia. Impulsado por la gente que corría al exterior, cogí un taxi y, antes incluso de dejarme arrastrar por el cansancio, que me urgía a abrazar la cama del hotel, me acerqué a verla. Hacía sol, un sol extraordinario e inmenso. La gente caminaba por la calle, patinaba, sonreían y disfrutaban. El taxista miró por el espejo retrovisor y me preguntó de dónde era. Al escuchar mi respuesta, sonrió y me respondió: "nadie lo diría!"
Se paró y le dije que esperase. Bajé, pisé aquella arena que tanto me había esperado y respiré profundamente. Entonces, mi móvil vibró. Los últimos meses me habían enseñado que era importante tomarse la medicación a una determinada hora. Supuse que se debía al jet-lag el hecho de que se me hubiese pasado. Cogí el moderno teléfono que mi hermano me regaló y vi que tenía un mensaje. Mi mujer, sin duda. "Vaya, se me pasó llamarla cuando llegué!" Sonreí tan solo un instante. Al abrir el mensaje, encontré una foto de ella. Ella, a la que no había visto en meses. A la que tan solo había oido en sueños de hospital. Un mensaje de bienvenida a esa tierra, a ese océano. Mi hija me mandaba un beso en la distancia. Y lo vi todo claro. Mi pies tocaban la arena de una de las playas más hermosas del mundo. Las chicas en bikini se paseaban a mi alrededor. Alguien tocaba una canción de los Beach Boys. Y aquello no importó lo más mínimo porque yo tenía en mis manos a la auténtica reina de Venice.

I only want to see California girls
F.B. Plumeraz