
Pasaron los meses, pasó el tiempo y las cosas se fueron estabilizando. Yo me entendía con la gente, me reía y lloraba también. Echaba de menos algunas cosas pero comencé a tener como habituales lugares que no sabía ni que existían. La vida transcurría normal, como le pasa a todo el mundo. Todo volvió a ser rutina. Pero aún dejaba mi corazón aquí cuando volaba hacia el este.
Hasta un día. No me preguntes cuál fue porque no lo se. Lo único que recuerdo es que un día entrante en la oficina, me saludaste, nos abrazamos y volvió a latir. Ahí estaba! Mi corazón! Me lo había traído sin querer? Podría haber olvidado dejarlo junto con todo lo que quiero? Llamé por la noche a casa y pregunté. Seguía donde yo lo había dejado, así que, qué era aquello que latía? Pensé en ello y al verte al día siguiente me di cuenta. Tú me habías dado otro! Gracias a tí se fueron la rutina, el vértigo, el pensar que era algo temporal y transitorio. No era pequeño, era como es el que dejé aquí. A partir de ese momento, empecé a sentir todas las cosas buenas de aquí. No solo veía sitios nuevos, gente ajena, situaciones extrañas. Vivía tal y como lo hacía aquí pero en otro ambiente. Y para vivirlo todo se necesitan sentimientos. Tú me los diste, mi gran amiga. Tú conseguiste que, aquel día que me marché, muerta de pena y de alegría a la vez, te dejará mi corazoncito en algún sitio entre la bolsa de gominolas y los informes personales. Ahí estará calentito y seguirá llenito de buenas cosas, que tú siempre le das. Porque lo que compartí contigo no fue solo tiempo, fue muy bonito.